viernes, 7 de marzo de 2014

Retazo 39.

¿Qué son los recuerdos? Era una de las muchas preguntas que siempre se había planteado, repitiéndose en forma de eco dentro de los rincones de su mente, una pregunta que nadie en su entorno se molestó en responderle o explicarle con detalle. De vez en cuando, solía relacionarlo con las memorias. Sin embargo, a pesar de realizar esa conexión entre dos conceptos, no estaba satisfecho del todo. Lo poco que podía saber de los recuerdos, era que habían marcado una constante en su vida. Incluso se aventuraba a pensar que su vida en sí se había construido a base de recuerdos, a experiencias cuya existencia seguían permaneciendo en su interior, dentro de él, experiencias que destilaban más luz que otras. Una realidad que amenazaba el único mundo donde se sentía completamente a salvo, aquel que todos denominaban el mundo de los sueños, era el recuerdo de su madre. Porque, si otra cosa había aprendido, era la capacidad que poseían las personas para convertirse en recuerdos. Su madre no pudo ser la excepción. En la llegada de un día tan especial como lo era su tercer cumpleaños, la mujer que había tomado la indiscutible decisión de traerle al mundo, le había abandonado en contra de su voluntad. No entendió si la vida fue demasiado injusta con él o si el destino había preparado aquellas cartas desde un principio. Nunca le preguntó a su padre sobre el significado de aquella palabra porque en realidad sospechaba que si lo hacía, la tristeza enterrada bajo su corazón saldría a través de sus ojos con tal fuerza, que acabaría abrumado y ahogado en un pasado del cual él no había podido ni elegir, ni evitar. Aunque, a medida que fue creciendo,  algo inesperado sucedió. No pudo borrarlo de su mente. En su décimo segundo cumpleaños, un día a la vez tan impregnado de sonrisas como de lágrimas, el padre de Alexandro le condujo por primera vez a un lugar muy especial para él. Se trataba de su taller de fotografía. De niño, el interés de Alexandro no había despertado por aquel sucio y viejo taller. Según tenía entendido, antes de conocer a su madre, su padre siendo adolescente había llevado a cabo el sueño transmitido por sus familiares, una tradición inquebrantable que por ahora seguía intacta. A pesar de que él no se atrevía a decírselo a su hijo, Alexandro sabía de antemano que sin tener la necesidad de ver sus ojos, su padre ardía en ansias para que en un futuro no muy lejano llevase su trabajo adelante.  No dijo nada, pero pudo ver en su hijo la curiosidad que no pensó que mostraría. Analizaba todo con ojo crítico, una cualidad que había heredado de su difunta esposa, y aún embriagado en el cómodo silencio que ellos mismo habían formado, soltó su mano con suavidad para observar mejor el taller que tanto esfuerzo había construido su padre años atrás. Cámaras de todos los tipos se escondían tras unas sábanas cuyo color pasó de ser blanco a un amarillo empobrecido y polvoriento. Pero su atención surgió de repente y sin haberlo previsto, en dirección a unos álbumes guardados en un gran armario de madera con puertas de cristal. Aproximándose con cautela y abriéndolas cuidadosamente, la vista de Alexandro escrudiñaba aquellos objetos en una fascinación disimulada y escondida que no compartió con su padre. No supo por qué, pero su mano se guió sola hasta un determinado álbum entre todos los que había. ¿Corazonada o coincidencia? Ni él mismo podría descubrirlo, pero en cuanto sus dedos atraparon el libro, un calor extraño recorrió su pecho. Sopló las motas de polvo que lo cubrían, aventurándose a desentrañar las imágenes que se esconderían en aquellas páginas. Una mezcla de desconcierto y nudo en su garganta le impidieron respirar durante cinco segundos. Fotos de boda. Cada una tomada en fechas y años diferentes, otras más viejas que otras, pero había una cosa en la que coincidían: las sonrisas en sus labios, de ambos novios, una alegría paralizada en el tiempo y en el papel de la propia fotografía.  Y por aquel instante, se preguntó si la sonrisa de su madre también estaba guardada en el tiempo.
El cielo acabó por sucumbir a la fría y oscura noche, anunciando el fin del día. Por primera vez en todos sus pocos años de existencia, Alexandro experimentó un cumpleaños diferente al resto, consciente de que influiría en su forma de pensar y ver la vida. Aunque, en ese instante no tenía apenas una idea clara de lo que aquello iba a significar a partir de ahora. Sus pensamientos se vieron alterados y disueltos al percatarse de una presencia que se ofrecía a hacerle compañía en el balcón pequeño de su casa. Su padre, con dos tazas en mano, tomó asiento en el suelo junto a él, entregándole una de ellas que destilaba un vapor agradable que llegó a su nariz, aportándole aunque fuera un poco de calidez. Leche caliente para él, café bastante cargado para su padre.
-Gracias- musitó con voz tenue, aguda todavía por la juventud.-Por todo.
Ese añadido no fue desapercibido para su padre, era más, su hijo lo había hecho intencionadamente para agradecerle de verdad, con su pura sinceridad, que aquel cumpleaños superaba a los anteriores. Como todo padre que deseaba la felicidad de la persona a la que había dado vida un día, sonrió con dulzura, alzando la mano para desordenar los cabellos oscuros de aquel niño que tanto amaba. Avergonzado, Alexandro no fue capaz de decir otra palabra para mantener el ambiente de complicidad, pero su padre se le adelantó:
-Hijo ¿qué has aprendido hoy?
La pregunta en sí le desconcertó, alzando una ceja con cierta inquietud.
-¿A qué te refieres?
-¿Sabes qué son las fotografías?- no contestó con una respuesta, sino que le formuló otra pregunta que seguía sin aclararle el camino al que quería conducirle.- Recuerda esto para toda tu vida, estoy seguro de que no me defraudarás y que nunca te olvidarás de ello.
Alexandro asintió aún con la incertidumbre amenazando en sus inocentes ojos, mientras su padre volvía a retomar la voz después de darle un pequeño sorbo al café:
-Las fotografías no son simples seres de papel. Las fotografías son aquellas que captan los sentimientos, las emociones y el alma de las personas. Ellas son recuerdos, Alexandro, son los fragmentos a los que confiamos nuestras alegrías, alegrías que no queremos que se extingan con el paso del tiempo. Porque el tiempo es alguien cruel y no piadoso, nos alcanza a todos.
Aunque empleó cada uno de sus esfuerzos para comprender tal lección, a sus recientes doce años, no consiguió descifrar el valor de las palabras pronunciadas por su padre.
La adolescencia  de Alexandro transcurrió sin problemas ni altibajos en cuestiones del amor, estudios o amistades. Si su padre tenía que estar orgulloso de algo, era de su fuerte tranquilidad, sosiego, y amabilidad oculta tras una transparente capa de timidez. Pero su orgullo creció muchísimo más cuando alcanzó la mayoría de edad, regalándole una sorpresa que ni de lejos habría esperado. Alexandro, en una mañana que les daba la bienvenida con el ambiente primaveral que se respiraba a través de la ventana de la casa, realizó una petición a su padre para llevar a cabo el trabajo que con tanto esfuerzo había elaborado los antecesores de la familia. Lleno de dicha e ilusión, dio como respuesta un gran abrazo a su hijo, un gesto sin necesidad de palabras que significaba toda la afirmación que él necesitaba. Como norma general, los inicios nunca habían dejado de ser duros para todo aquel que quería alcanzar un objetivo en esa prueba que llamaban vida, y él no fue un caso diferente. Las primeras semanas las dedicaron a darle color al taller, transformarlo en lo que había sido en el pasado, arreglar la herramienta esencial que lo acompañaría hasta el final. Gian, su padre, contribuyó a enseñarle las mejores técnicas para las fotografías y el uso de todas sus cámaras, en cómo descubrir el ángulo perfecto y el ambiente que se debía de elegir para aportarle intensidad a esas capturas que tendría que hacer a partir de ahora.
-Y otra cosa más: captar la sonrisa es lo más importante- le dijo en un tono severo pero tranquilo.-Nosotros no somos fotógrafos corrientes Alexandro, somos coleccionistas de momentos irrepetibles.
Los rumores se expandieron igual que la pólvora. Los vecinos hablaban entre ellos en las calles, se susurraban al oído, criticaban constructivamente el nuevo acontecimiento. Unos creían con fervor  que el hijo de un pobre fotógrafo había perdido la fantástica oportunidad de continuar sus estudios y guiarlos a los campos más prestigiosos. Sin embargo, la curiosidad traicionaba a otros, querían ver quién era ese chico, si poseía el mismo talento de sus anteriores familiares o simplemente era una mentira para acrecentar el chisme. Con buenas o malas intenciones, lo que Gian agradecía era que al fin y al cabo, clientes venían con deseos de obtener recuerdos con la esperanza de no olvidarse nunca más de algo tan importante. En cuanto los meses pasaron, Alexandro fue formando lentamente su experiencia laboral. No lo admitía, pero Gian sabía que esa parte de su hijo, la había heredado de él. El espíritu y la pasión por la fotografía estaban comenzando a tomar luz propia dentro de su corazón. Hubo un mes donde estos dos  factores se acrecentaron, un mes donde el trabajo adquirió una vertiginosa intensidad que obligaba a Alexandro esforzarse día y noche. Recibía pedidos continuos y disponía de un escaso tiempo del que incluso su padre intervino para hacerle la jornada más liviana, pero aún con el empeño de dos personas, se volvía agotador. Una noche de ese cansado periodo, Alexandro ordenaba las fotografías recién reveladas en el taller. Iba dispuesto a guardarlas en el armario, el mismo que había abierto por primera vez en aquel cumpleaños que ahora le resultaba tan lejano, cuando sin preverlo, un papel se deslizó proveniente de un álbum viejo que acababa de apartar, cayendo al suelo. Lo recogió, y ni siquiera le hubiera echado un vistazo. Pero, la persona que se mostraba en aquella fotografía cautivó su mirada en cuestión de segundos. Una chica, alrededor de siete años, cubierta con un vestido blanco en el que descansaban unos bucles rubios –que él casi vio dorados-, sin embargo, lo que había atrapado al joven eran sus ojos. Ojos azules como el mismo cielo, claros en pleno día, directos y que transmitían una seguridad y paz inquebrantables. Ni siquiera se había dado cuenta de los minutos que avanzaron mientras se hundía cada vez más en aquella mirada, puesto que despertó de su ensimismamiento gracias a la voz de su padre:
-¿Alexandro?
Sus hombros se encogieron por la sorpresa, con algo de brusquedad pero que trató de disimular con una leve sonrisa. Sin embargo, Gian advirtió la presencia de la fotografía, echando un vistazo por encima del hombro de su hijo.
-Oh, esta foto- murmuró, arrebatándosela con suavidad, admirando un trabajo que había hecho él tiempo atrás.-Recuerdo que era una niña muy educada y reservada para la edad que tenía. Nunca antes había pasado por mi taller unos ojos tan hermosos, parecía una muñeca de porcelana cuya delicadeza encandilaba  a todo aquel que la admirase. Tú también tenías siete años cuando la conocí. Probablemente ahora tenga dieciocho.
-¿Recuerdas su nombre?- preguntó Alexandro, intentando no mostrar interés, pero su padre ya intuía el rumbo que iba a tomar la conversación, o al menos, las intenciones escondidas de su hijo.
-Me encantaría recordarlo- respondió, en cierta manera apenado.- Pero ni ella ni sus padres volvieron para recoger la foto. Tenía la seguridad de que aparecerían por las puertas del taller, por lo tanto no asigné ningún nombre. También mi memoria está tocando fondo.
-No digas eso- replicó Alexandro de inmediato.- Te queda aún mucho tiempo para que eso pueda cumplirse.
-Ocultar la verdad bajo una mentira no es la mejor solución.
Y después de esa frase, tanto la ausencia de su padre cuando abandonó el taller y el silencio que se formó, crearon una creciente tensión y miedo en su corazón.
Y, efectivamente, el tiempo terminó por caer sobre su padre. En las facciones de su rostro, la piel debajo de sus ojos, las manos ásperas y débiles que en antaño habían sido fuertes y suaves, su cabello castaño sucumbido a un color gris que duplicaba la edad que realmente poseía, el tono cansado de su voz y lo peor de todo: el deterioro de sus recuerdos. Gian, al haber sido padre a una edad tardía, su hijo, que ya había cruzado los veinticinco años, tuvo que experimentar cómo su padre degeneraba a causa de una enfermedad llamada alzhéimer. El dolor le atacaba a cada visita que tenía que hacer continuamente al hospital, su corazón tampoco estaba bien, y presentía que, a medida que avanzaban los días, aquel hombre que tanto había querido y que tanto le había enseñado, se consumía en una cama que ni siquiera era la suya. A veces, Gian solía tener momentos de lucidez, y otras, pegaba a su propio hijo en un ataque de furia contenida, llamando a las enfermeras y gritando que aquel hombre era un completo desconocido para él, que nunca había tenido un progenitor. Esa noche, el dolor tomó forma de gotas cristalinas que arañaban sus mejillas, y por primera vez lloró en soledad, sin ningún consuelo. A los pocos días después de ese, tomó asiento al lado de su padre, quien dormía plácidamente sin saber que su hijo estaba allí.
-No quise creer que el tiempo llegase a arrebatarme el recuerdo más preciado que tengo- susurró, abriendo su alma a pesar de no ser escuchado. Sus hombros se crisparon, hundiéndose en la tristeza, otra vez.- Es injusto, papá. Ya me habían robado a la mujer que más quería en este mundo que sólo me ofrece una realidad de la que no puedo escapar. No quiero que te conviertas en un mero producto de mi mente como mamá. No quiero que seas un recuerdo. Quiero ser egoísta y mantenerte aquí conmigo. Sin embargo, una vez me dijiste, que las fotografías captaban la alegría y el alma de las personas. Creo que si te recuerdo a través de ellas… seguirás vivo. Yo recordaré por ti. Recordaré por los dos.
Un sollozo le traicionó, apretando los labios y los puños por la impotencia.
-Te quiero papá.
Alexandro no se arrepintió de entregar sus más preciados sentimientos en ese instante. A la semana siguiente, su padre había dejado el mundo atrás, se había convertido en el recuerdo eterno que él nunca estaría dispuesto a olvidar. Todas las palabras y frases que Gian le había enseñado y mostrado, las comprendió demasiado tarde, se había auto engañado en su creencia de que el tiempo no era tan fuerte como todos decían. Pero era cierto: alcanzaba a cualquier ser humano, y nadie podía evitarlo por mucho que sus deseos ardieran por contradecirlo. Por otra parte, Alexandro había aprendido algo muy valioso. Tanto él como su padre, seguirían vivos hasta el fin de sus días. Al igual que recordaría a ese hombre que le había concedido la vida, su hija también haría lo mismo. Gian seguiría viviendo en el corazón de Alexandro, y Alexandro seguiría viviendo en el corazón de aquella tierna criatura que vendría al mundo en la suave y maravillosa estación de las flores, la primavera. Junto con su esposa, quien había conocido en un encuentro elaborado por el destino, había terminado por ser la misma joven de la fotografía que una vez encontró en un álbum polvoriento y viejo, cayendo enamorado irremediablemente. Su nombre era Clarisse, y nada más verle, aquella mujer ya sabía quién era. Le confesó que desde el día que se había tomado la fotografía en el taller de su padre, no pudo olvidarle, y había escuchado rumores sobre la nueva apertura. La razón por la que no recogió la fotografía, residía en la causa de una mudanza a otra ciudad un poco más lejos. Tras escuchar la noticia de la muerte de su padre, la tristeza fue evidente en los ojos azules de Clarisse, esos ojos tan puros como el cielo de los que Alexandro había caído rendido sin planearlo. Tras ese encuentro, dieron lugar muchos más, unos cortos y otros largos, dando como fruto una confesión y años después, una boda. Y ahora, una hija que había heredado los ojos de su madre y el cabello oscuro de su padre, estaba a punto de cumplir los doce años.
-Papá ¿a dónde me llevas?
La sonrisa enigmática de su padre aumentó su intriga.
-A un lugar muy especial, cariño. A un lugar donde el pasado perdura y es eterno, donde los recuerdos mantienen vivos a las personas y donde las alegrías que no queremos que se extingan con el paso del tiempo, siguen aquí.

Te confío mi recuerdo más preciado.

Este relato fue escrito por Cristina Martín Hernández, para un concurso. Su título en ese entonces fue ''Nuestros recuerdos'' cuyo nacimiento fue en la fecha de un 15 de enero, año 2013, terminado a las 21:51h.

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