¿Qué son los recuerdos? Era una de
las muchas preguntas que siempre se había planteado, repitiéndose en forma de
eco dentro de los rincones de su mente, una pregunta que nadie en su entorno se
molestó en responderle o explicarle con detalle. De vez en cuando, solía
relacionarlo con las memorias. Sin embargo, a pesar de realizar esa conexión
entre dos conceptos, no estaba satisfecho del todo. Lo poco que podía saber de
los recuerdos, era que habían marcado una constante en su vida. Incluso se
aventuraba a pensar que su vida en sí se había construido a base de recuerdos,
a experiencias cuya existencia seguían permaneciendo en su interior, dentro de
él, experiencias que destilaban más luz que otras. Una realidad que amenazaba
el único mundo donde se sentía completamente a salvo, aquel que todos
denominaban el mundo de los sueños, era el recuerdo de su madre. Porque, si
otra cosa había aprendido, era la capacidad que poseían las personas para
convertirse en recuerdos. Su madre no pudo ser la excepción. En la llegada de
un día tan especial como lo era su tercer cumpleaños, la mujer que había tomado
la indiscutible decisión de traerle al mundo, le había abandonado en contra de
su voluntad. No entendió si la vida fue demasiado injusta con él o si el
destino había preparado aquellas cartas desde un principio. Nunca le preguntó a
su padre sobre el significado de aquella palabra porque en realidad sospechaba
que si lo hacía, la tristeza enterrada bajo su corazón saldría a través de sus
ojos con tal fuerza, que acabaría abrumado y ahogado en un pasado del cual él
no había podido ni elegir, ni evitar. Aunque, a medida que fue creciendo, algo inesperado sucedió. No pudo borrarlo de
su mente. En su décimo segundo cumpleaños, un día a la vez tan impregnado de
sonrisas como de lágrimas, el padre de Alexandro le condujo por primera vez a
un lugar muy especial para él. Se trataba de su taller de fotografía. De niño,
el interés de Alexandro no había despertado por aquel sucio y viejo taller.
Según tenía entendido, antes de conocer a su madre, su padre siendo adolescente
había llevado a cabo el sueño transmitido por sus familiares, una tradición
inquebrantable que por ahora seguía intacta. A pesar de que él no se atrevía a
decírselo a su hijo, Alexandro sabía de antemano que sin tener la necesidad de
ver sus ojos, su padre ardía en ansias para que en un futuro no muy lejano
llevase su trabajo adelante. No dijo
nada, pero pudo ver en su hijo la curiosidad que no pensó que mostraría.
Analizaba todo con ojo crítico, una cualidad que había heredado de su difunta
esposa, y aún embriagado en el cómodo silencio que ellos mismo habían formado,
soltó su mano con suavidad para observar mejor el taller que tanto esfuerzo
había construido su padre años atrás. Cámaras de todos los tipos se escondían
tras unas sábanas cuyo color pasó de ser blanco a un amarillo empobrecido y
polvoriento. Pero su atención surgió de repente y sin haberlo previsto, en
dirección a unos álbumes guardados en un gran armario de madera con puertas de
cristal. Aproximándose con cautela y abriéndolas cuidadosamente, la vista de
Alexandro escrudiñaba aquellos objetos en una fascinación disimulada y
escondida que no compartió con su padre. No supo por qué, pero su mano se guió
sola hasta un determinado álbum entre todos los que había. ¿Corazonada o
coincidencia? Ni él mismo podría descubrirlo, pero en cuanto sus dedos
atraparon el libro, un calor extraño recorrió su pecho. Sopló las motas de
polvo que lo cubrían, aventurándose a desentrañar las imágenes que se
esconderían en aquellas páginas. Una mezcla de desconcierto y nudo en su
garganta le impidieron respirar durante cinco segundos. Fotos de boda. Cada una
tomada en fechas y años diferentes, otras más viejas que otras, pero había una
cosa en la que coincidían: las sonrisas en sus labios, de ambos novios, una
alegría paralizada en el tiempo y en el papel de la propia fotografía. Y por aquel instante, se preguntó si la
sonrisa de su madre también estaba guardada en el tiempo.
El cielo acabó por sucumbir a la
fría y oscura noche, anunciando el fin del día. Por primera vez en todos sus
pocos años de existencia, Alexandro experimentó un cumpleaños diferente al
resto, consciente de que influiría en su forma de pensar y ver la vida. Aunque,
en ese instante no tenía apenas una idea clara de lo que aquello iba a
significar a partir de ahora. Sus pensamientos se vieron alterados y disueltos
al percatarse de una presencia que se ofrecía a hacerle compañía en el balcón
pequeño de su casa. Su padre, con dos tazas en mano, tomó asiento en el suelo
junto a él, entregándole una de ellas que destilaba un vapor agradable que
llegó a su nariz, aportándole aunque fuera un poco de calidez. Leche caliente
para él, café bastante cargado para su padre.
-Gracias- musitó con voz tenue,
aguda todavía por la juventud.-Por todo.
Ese añadido no fue desapercibido
para su padre, era más, su hijo lo había hecho intencionadamente para
agradecerle de verdad, con su pura sinceridad, que aquel cumpleaños superaba a
los anteriores. Como todo padre que deseaba la felicidad de la persona a la que
había dado vida un día, sonrió con dulzura, alzando la mano para desordenar los
cabellos oscuros de aquel niño que tanto amaba. Avergonzado, Alexandro no fue
capaz de decir otra palabra para mantener el ambiente de complicidad, pero su
padre se le adelantó:
-Hijo ¿qué has aprendido hoy?
La pregunta en sí le desconcertó,
alzando una ceja con cierta inquietud.
-¿A qué te refieres?
-¿Sabes qué son las fotografías?-
no contestó con una respuesta, sino que le formuló otra pregunta que seguía sin
aclararle el camino al que quería conducirle.- Recuerda esto para toda tu vida,
estoy seguro de que no me defraudarás y que nunca te olvidarás de ello.
Alexandro asintió aún con la
incertidumbre amenazando en sus inocentes ojos, mientras su padre volvía a
retomar la voz después de darle un pequeño sorbo al café:
-Las fotografías no son simples
seres de papel. Las fotografías son aquellas que captan los sentimientos, las
emociones y el alma de las personas. Ellas son recuerdos, Alexandro, son los
fragmentos a los que confiamos nuestras alegrías, alegrías que no queremos que
se extingan con el paso del tiempo. Porque el tiempo es alguien cruel y no
piadoso, nos alcanza a todos.
Aunque empleó cada uno de sus
esfuerzos para comprender tal lección, a sus recientes doce años, no consiguió
descifrar el valor de las palabras pronunciadas por su padre.
La adolescencia de Alexandro transcurrió sin problemas ni
altibajos en cuestiones del amor, estudios o amistades. Si su padre tenía que
estar orgulloso de algo, era de su fuerte tranquilidad, sosiego, y amabilidad
oculta tras una transparente capa de timidez. Pero su orgullo creció muchísimo
más cuando alcanzó la mayoría de edad, regalándole una sorpresa que ni de lejos
habría esperado. Alexandro, en una mañana que les daba la bienvenida con el
ambiente primaveral que se respiraba a través de la ventana de la casa, realizó
una petición a su padre para llevar a cabo el trabajo que con tanto esfuerzo
había elaborado los antecesores de la familia. Lleno de dicha e ilusión, dio
como respuesta un gran abrazo a su hijo, un gesto sin necesidad de palabras que
significaba toda la afirmación que él necesitaba. Como norma general, los inicios
nunca habían dejado de ser duros para todo aquel que quería alcanzar un
objetivo en esa prueba que llamaban vida, y él no fue un caso diferente. Las
primeras semanas las dedicaron a darle color al taller, transformarlo en lo que
había sido en el pasado, arreglar la herramienta esencial que lo acompañaría
hasta el final. Gian, su padre, contribuyó a enseñarle las mejores técnicas
para las fotografías y el uso de todas sus cámaras, en cómo descubrir el ángulo
perfecto y el ambiente que se debía de elegir para aportarle intensidad a esas
capturas que tendría que hacer a partir de ahora.
-Y otra cosa más: captar la sonrisa
es lo más importante- le dijo en un tono severo pero tranquilo.-Nosotros no
somos fotógrafos corrientes Alexandro, somos coleccionistas de momentos
irrepetibles.
Los rumores se expandieron igual
que la pólvora. Los vecinos hablaban entre ellos en las calles, se susurraban
al oído, criticaban constructivamente el nuevo acontecimiento. Unos creían con
fervor que el hijo de un pobre fotógrafo
había perdido la fantástica oportunidad de continuar sus estudios y guiarlos a
los campos más prestigiosos. Sin embargo, la curiosidad traicionaba a otros,
querían ver quién era ese chico, si poseía el mismo talento de sus anteriores
familiares o simplemente era una mentira para acrecentar el chisme. Con buenas
o malas intenciones, lo que Gian agradecía era que al fin y al cabo, clientes
venían con deseos de obtener recuerdos con la esperanza de no olvidarse nunca
más de algo tan importante. En cuanto los meses pasaron, Alexandro fue formando
lentamente su experiencia laboral. No lo admitía, pero Gian sabía que esa parte
de su hijo, la había heredado de él. El espíritu y la pasión por la fotografía
estaban comenzando a tomar luz propia dentro de su corazón. Hubo un mes donde
estos dos factores se acrecentaron, un
mes donde el trabajo adquirió una vertiginosa intensidad que obligaba a
Alexandro esforzarse día y noche. Recibía pedidos continuos y disponía de un
escaso tiempo del que incluso su padre intervino para hacerle la jornada más
liviana, pero aún con el empeño de dos personas, se volvía agotador. Una noche
de ese cansado periodo, Alexandro ordenaba las fotografías recién reveladas en
el taller. Iba dispuesto a guardarlas en el armario, el mismo que había abierto
por primera vez en aquel cumpleaños que ahora le resultaba tan lejano, cuando
sin preverlo, un papel se deslizó proveniente de un álbum viejo que acababa de
apartar, cayendo al suelo. Lo recogió, y ni siquiera le hubiera echado un
vistazo. Pero, la persona que se mostraba en aquella fotografía cautivó su
mirada en cuestión de segundos. Una chica, alrededor de siete años, cubierta
con un vestido blanco en el que descansaban unos bucles rubios –que él casi vio
dorados-, sin embargo, lo que había atrapado al joven eran sus ojos. Ojos
azules como el mismo cielo, claros en pleno día, directos y que transmitían una
seguridad y paz inquebrantables. Ni siquiera se había dado cuenta de los
minutos que avanzaron mientras se hundía cada vez más en aquella mirada, puesto
que despertó de su ensimismamiento gracias a la voz de su padre:
-¿Alexandro?
Sus hombros se encogieron por la
sorpresa, con algo de brusquedad pero que trató de disimular con una leve
sonrisa. Sin embargo, Gian advirtió la presencia de la fotografía, echando un
vistazo por encima del hombro de su hijo.
-Oh, esta foto- murmuró,
arrebatándosela con suavidad, admirando un trabajo que había hecho él tiempo
atrás.-Recuerdo que era una niña muy educada y reservada para la edad que
tenía. Nunca antes había pasado por mi taller unos ojos tan hermosos, parecía
una muñeca de porcelana cuya delicadeza encandilaba a todo aquel que la admirase. Tú también
tenías siete años cuando la conocí. Probablemente ahora tenga dieciocho.
-¿Recuerdas su nombre?- preguntó
Alexandro, intentando no mostrar interés, pero su padre ya intuía el rumbo que
iba a tomar la conversación, o al menos, las intenciones escondidas de su hijo.
-Me encantaría recordarlo-
respondió, en cierta manera apenado.- Pero ni ella ni sus padres volvieron para
recoger la foto. Tenía la seguridad de que aparecerían por las puertas del
taller, por lo tanto no asigné ningún nombre. También mi memoria está tocando
fondo.
-No digas eso- replicó Alexandro de
inmediato.- Te queda aún mucho tiempo para que eso pueda cumplirse.
-Ocultar la verdad bajo una mentira
no es la mejor solución.
Y después de esa frase, tanto la
ausencia de su padre cuando abandonó el taller y el silencio que se formó,
crearon una creciente tensión y miedo en su corazón.
Y, efectivamente, el tiempo terminó
por caer sobre su padre. En las facciones de su rostro, la piel debajo de sus
ojos, las manos ásperas y débiles que en antaño habían sido fuertes y suaves,
su cabello castaño sucumbido a un color gris que duplicaba la edad que realmente
poseía, el tono cansado de su voz y lo peor de todo: el deterioro de sus
recuerdos. Gian, al haber sido padre a una edad tardía, su hijo, que ya había
cruzado los veinticinco años, tuvo que experimentar cómo su padre degeneraba a
causa de una enfermedad llamada alzhéimer. El dolor le atacaba a cada visita
que tenía que hacer continuamente al hospital, su corazón tampoco estaba bien,
y presentía que, a medida que avanzaban los días, aquel hombre que tanto había
querido y que tanto le había enseñado, se consumía en una cama que ni siquiera
era la suya. A veces, Gian solía tener momentos de lucidez, y otras, pegaba a
su propio hijo en un ataque de furia contenida, llamando a las enfermeras y
gritando que aquel hombre era un completo desconocido para él, que nunca había
tenido un progenitor. Esa noche, el dolor tomó forma de gotas cristalinas que
arañaban sus mejillas, y por primera vez lloró en soledad, sin ningún consuelo.
A los pocos días después de ese, tomó asiento al lado de su padre, quien dormía
plácidamente sin saber que su hijo estaba allí.
-No quise creer que el tiempo
llegase a arrebatarme el recuerdo más preciado que tengo- susurró, abriendo su
alma a pesar de no ser escuchado. Sus hombros se crisparon, hundiéndose en la
tristeza, otra vez.- Es injusto, papá. Ya me habían robado a la mujer que más
quería en este mundo que sólo me ofrece una realidad de la que no puedo
escapar. No quiero que te conviertas en un mero producto de mi mente como mamá.
No quiero que seas un recuerdo. Quiero ser egoísta y mantenerte aquí conmigo.
Sin embargo, una vez me dijiste, que las fotografías captaban la alegría y el
alma de las personas. Creo que si te recuerdo a través de ellas… seguirás vivo.
Yo recordaré por ti. Recordaré por los dos.
Un sollozo le traicionó, apretando
los labios y los puños por la impotencia.
-Te quiero papá.
Alexandro no se arrepintió de
entregar sus más preciados sentimientos en ese instante. A la semana siguiente,
su padre había dejado el mundo atrás, se había convertido en el recuerdo eterno
que él nunca estaría dispuesto a olvidar. Todas las palabras y frases que Gian
le había enseñado y mostrado, las comprendió demasiado tarde, se había auto
engañado en su creencia de que el tiempo no era tan fuerte como todos decían.
Pero era cierto: alcanzaba a cualquier ser humano, y nadie podía evitarlo por
mucho que sus deseos ardieran por contradecirlo. Por otra parte, Alexandro
había aprendido algo muy valioso. Tanto él como su padre, seguirían vivos hasta
el fin de sus días. Al igual que recordaría a ese hombre que le había concedido
la vida, su hija también haría lo mismo. Gian seguiría viviendo en el corazón
de Alexandro, y Alexandro seguiría viviendo en el corazón de aquella tierna
criatura que vendría al mundo en la suave y maravillosa estación de las flores,
la primavera. Junto con su esposa, quien había conocido en un encuentro
elaborado por el destino, había terminado por ser la misma joven de la
fotografía que una vez encontró en un álbum polvoriento y viejo, cayendo
enamorado irremediablemente. Su nombre era Clarisse, y nada más verle, aquella
mujer ya sabía quién era. Le confesó que desde el día que se había tomado la
fotografía en el taller de su padre, no pudo olvidarle, y había escuchado
rumores sobre la nueva apertura. La razón por la que no recogió la fotografía,
residía en la causa de una mudanza a otra ciudad un poco más lejos. Tras
escuchar la noticia de la muerte de su padre, la tristeza fue evidente en los
ojos azules de Clarisse, esos ojos tan puros como el cielo de los que Alexandro
había caído rendido sin planearlo. Tras ese encuentro, dieron lugar muchos más,
unos cortos y otros largos, dando como fruto una confesión y años después, una
boda. Y ahora, una hija que había heredado los ojos de su madre y el cabello
oscuro de su padre, estaba a punto de cumplir los doce años.
-Papá ¿a dónde me llevas?
La sonrisa enigmática de su padre
aumentó su intriga.
-A un lugar muy especial, cariño. A
un lugar donde el pasado perdura y es eterno, donde los recuerdos mantienen
vivos a las personas y donde las alegrías que no queremos que se extingan con
el paso del tiempo, siguen aquí.
Te confío mi recuerdo más preciado.
Este relato fue escrito por Cristina Martín Hernández, para un concurso. Su título en ese entonces fue ''Nuestros recuerdos'' cuyo nacimiento fue en la fecha de un 15 de enero, año 2013, terminado a las 21:51h.